¿Sabéis esa sensación que tienes cuando llegas a un lugar y no es para nada como te lo imaginabas? Pues eso es lo que me pasó en septiembre al llegar a Marbella y la culpa es de mi madre. Lo siento, mamá, pero es la verdad.
De pequeña acompañaba a mi madre a la peluquería y allí me convertía en una especie de devoradora de revistas del corazón. Si no habéis padecido este mal, no sabéis a qué me refiero, aunque la verdad es que era muy divertido y en cierto modo aprendí un montón de cosas. En fin, que en las revistas del corazón de esa época (la época del tinte y la permanente de mi madre) Marbella salía mucho y para mí era una ciudad que olía a crema de protección solar y llena folclóricas, futbolistas y viejas glorias del cine. Y tal vez sea así, pero yo no lo vi, la Marbella que vi yo olía a mar y a vainilla y es preciosa.
Esas semanas viví en un barco, es una historia muy larga y está toda en el libro, pero dejad que os diga que una cosa es navegar y otra muy distinta es intentar dormir en un barco amarrado en el puerto. Solo os adelanto que me pasé varias noches con la cabeza por la borda.
Fueron unas semanas de lo más sorprendentes y la ciudad no fue la única que me demostró que a veces es maravilloso estar equivocada y que una no debe fiarse de lo que lee en las revistas.
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